Por: Emiliano Reyes Espejo
El cine Catalina estaba “repleto” de parroquianos. Se había creado una gran expectativa en la comunidad por la presentación del “insólito mago Tricocéfalo y las cinco enanas voladoras”. La presentación del mago era algo novedoso para los habitantes de esta población sureña, habituados a las películas mexicanas y a los western norteamericanos (o de “vaqueros”).
Era la época de los clásicos del Oeste norteamericano en los que descollaban estrellas y personajes del estilo de John Wayne, Charles Starret, Durango Kid, El Zorro, Búfalo Bill, Hopalong Casiddy, El Llanero Solitario y su amigo Toro, Roy Roger, Kirk Douglas, además de otras vaqueradas hollywoodenses. Nos deleitaban también las películas de Tarzán El Rey de la Selva y su mona Chita.
El cine norteamericano rivalizaba con las “mexicanadas” de Jorge Negrete, Mario Moreno Cantinflas, Javier Solís, etc.
¿Qué niño no saltó de emoción y colmado de algarabía en los duros bancos de madera del cine Catalina cuando presenciaba “La diligencia”, la “obra cumbre de la cinematografía americana” que protagonizaron los legendarios Claire Trevor y John Wayne? Se trató de una “vaquerada” que narraba cómo “vidas extrañas (indios y vaqueros) –se desplazaban- en un accidentado y emocionante viaje a través del Oeste americano”.
Delirábamos cuando en plena estepa John Wayne aparecía en su brioso caballo, disparando con sus revólveres mágicos, dispuesto a salvar La Diligencia, carruaje en que se transportaban valores oficiales y que era asaltado, cuando no por forajidos era por los indios. O nos condolíamos de crueles escenas de apaches que cortaban y exhibían las cabelleras de “hombres blancos” en eterna lucha por territorios del Oeste norteamericano. Y qué decir de las comedias de Cantinflas, Tin tan, Vitola, Marcelo, Manolín y Silinchi, Resortes, Clavillazo y otros que nos hacían reír a más no poder o de las cintas románticas y de aventuras amorosas de Jorge Negrete, Pedro Infante, Lucha Villa, Javier Solís y otras estrellas del canto y la cinematografía mexicana.
O cuando se rememoran momentos de ensueños cuando el gran Pedro Infante cantaba, montado en un hermoso corcel y engalanado del emblemático traje de charro, la clásica canción popular «Cucurrucucú paloma». Cómo olvidar escenas en las que el extraordinario cantante y actor interpretaba “cucurucucuuu palomaaa, cucurucucuuu…no lloreee…”, mientras desde la ventana asomaba una hermosa mujer de rostro iluminado, cabellos negros, ojos de luz de luna y sonrisa embriagadora que nos sumía, a niños que caminaban hacia a la adolescencia y a muchos adultos, en aquel mundo de ensueños, suspiros y lágrimas.
No es mexicana
Pero resulta que, decenas de años después, ha salido a relucir que esta canción no es mexicana sino española. Siempre creí que era mexicana y resulta que el autor es un español de nombre Iradier. Según establece Wikipedia, fue registrada en Madrid en 1859 como “canción americana con acompañamiento de piano”. La canción se volvió popular a raíz del viaje de Iradier a la nación azteca, que coincidió con la intervención a México, volviéndose inmediatamente un éxito de la época. Los republicanos hicieron suya esta canción, adaptándole letra nacionalista”.
Se ha registrado una “errónea atribución a México” del origen de esta canción. En tanto que se afirma que “Iradier –el autor español- murió en 1865 sin saborear el éxito de su composición. “Muchas fuentes, por años,- y en muchos países hasta la actualidad- consideraron a “La Paloma” como canción mexicana- mito que aún prevalece en el mismo México”.
No acabo de entender porque Wikipedia también dice que esta canción es mexicana. «Cucurrucucú paloma» es una canción mexicana estilo huapango escrita por Tomás Méndez en 1954. El título es una referencia onomatopéyica al canto característico de la paloma. La letra alude al mal de amores”, ha precisado la prestigiosa publicación.
“Con el correr de los años, la canción ha sido utilizada como banda sonora de varias películas y ha obtenido popularidad internacional. Inicialmente apareció en la comedia mexicana Escuela de vagabundos filmada en 1955, donde la canta la estrella de la película, Pedro Infante”, precisa Wikipedia.
Ahora no sé qué, ni en quien creer, la canción “Cucurrucucú paloma” ¿es mexicana o es española?
Hay que hacer la salvedad, en el sentido de que, aunque hablamos de películas como La diligencia, 1939; El forajido, de 1943; El tesoro de Sierra Madre, de 1948; Solo ante el peligro (1952) Río Bravo (1958) y Los siete magníficos (1960) y Escuela de vagabundo de 1955, éstas llegaron al cine de Tamayo un poquito más tarde, es decir, varios años después de su estreno en la capital, o de su llegada al país.
Un mago “en vivo”
Las presentaciones “en vivo” eran escasas y la llegada de este mago había causado mucho entusiasmo en el pueblo. La gente sacó la “remúa” de los armarios para encopetarse y acudir al cine Catalina a presenciar el espectáculo de magia nunca visto. Los mozalbetes estábamos contentos. Trabajé duro esta vez “pintando tallos de guineos” en la exportadora de don Humberto Michel, a fin de ganar 25 cheles por pintar las colas de los guineos, de una caja completa de un camión, lo cual me tomaba un día. Todo para tener el dinero de entrada y no perderme esa función.
Cuando llegó el día de la presentación, era tal mi entusiasmo que me coloqué delante, casi en el escenario, no quería perderme ni un solo acto. Tenía curiosidad por observar los malabares del mago Tricocéfalo y miraba atento cada uno de los movimientos que éste realizaba. El artista llamó a una persona del público, a quien según anunció, lo pondría a poner un huevo.
-“Y con el poder que da el Dios persa de los magos Zurvan Akarana… Presto chango, abracadabraaaa…abracadabraaaa….
El mago había realizado el acto de la baraja de cartas, la aparición de una paloma en un sombrero y el de un “ramillete” de paños de colores que fluían desde su larga manga de camisa y se convertían en enormes floreros multicolores, transportándonos con sus efectos mágicos a aquel mundo imaginario lleno de truculencias y maromas. La algarabía colmó la sala y los espectadores pidieron al parroquiano que fue llamado al azar para que suba al escenario que lo haga, sin ningún temor y éste, aunque tocado por la timidez, aceptó subir.
Presto chango, abracadabra
A ritmo de Fiesta pagana este fascinador se mostró envuelto en una capa de humo con un enorme colador, al cual volteó varias veces –con gracia y mucha pericia- para que se viera que estaba vacío, que no había nada dentro. Observé atentamente, seguí de cerca y fijé la vista en sus movimientos, primero en los del mago y luego, en el hombre que subió al escenario. No concebía, en mi ingenuidad infantil, que un ser humano pusiera un huevo de gallina.
El mago presentó al hombre, le puso la espalda de frente al público y colocó su coladero en su parte trasera, a la vista de todos. Repitió varias veces las palabras mágicas ¡Presto Chango, Abracadabra ¡ Había expectación. Este encantador de gente movió las manos en forma circular y pidió al parroquiano que pujara tres veces, lo que éste hizo. Llamó a una persona del público escogida al azar para que subiera al escenario y entrara la mano en el colador, sacando de allí “un enorme huevo”.
El público quedó absorto, incrédulo. Después brotaron efusivos aplausos de parte de los parroquianos. Observé todo, pero no lograba entender cómo era posible que un hombre pusiera un huevo. Después que lo mostró a los presentes y para mi sorpresa, el mago me lo pasó para que lo conservara mientras continuaba con la función. Se me disparó el germen de la curiosidad y en un descuido del mago me escabullí entre el público, salí del cine y corrí hacia mi casa, sin esperar siquiera la presentación de “las enanas voladoras”. Ya en mi hogar tomé el huevo y lo escondí en un envase de aluminio, el cual a su vez lo entré en otros envases, y así sucesivamente lo fui guardando en más envases para asegurarme de que no desapareciera. Pasaron varios días y cada mañana revisaba los envases y allí estaba el huevo.
Una mañana, antes de salir para la escuela, decidí salcocharlo para ver si realmente era un huevo de verdad. Lo pelé, partí y como vi que era normal me lo comí. Conté esta historia a mis padres y ellos, en tono de broma, me dijeron que me había comido el huevo que puso un hombre, no una gallina.
Eso me preocupó bastante, entonces mis progenitores Eloy y Purita me aclararon que todo se trató de un truco, que el mago tenía el huevo de gallina en la manga de su camisa y en un instante que no fue percibido por el público, lo puso en el coladero.
A partir de ese momento comencé a disfrutar más conscientemente los trucos de los magos y ahora, con más razón, me deleito con los “trucos” que realizan los magos políticos.
*El autor es periodista
0 comentarios :