Por Adriano Espaillat
Miembro del Congreso de los
EE.UU.
El hecho de que el mandato
presidencial de Donald Trump terminara con actos de violencia y vandalismo,
como los protagonizados por la turba en el asalto al Capitolio que dejó cinco
personas muertas, no debería sorprendernos.
Desde que empezó su campaña
en 2015 ―diciendo que los inmigrantes mexicanos eran en su mayoría violadores y
narcotraficantes―, Trump mostró abiertamente el tipo de presidente que buscaba
ser: un mandatario racista, populista, que vio en el divisionismo y en el
nacionalismo rancio una oportunidad de llegar al poder.
Ya en la Casa Blanca, Trump
continuó con su retórica incendiaria, marcada por un ataque constante y
selectivo contra los inmigrantes, un aumento significativo en la tensión racial
que creó movimientos de protestas pacíficas como Black Lives Matter (Las vidas
de los negros importan), y un resurgimiento de grupos radicales.
En el plano internacional,
Trump, con su política aislacionista de América Primero, socavó las relaciones
y acuerdos que tenía Estados Unidos con nuestros aliados tradicionales; buscó
por todos los medios debilitar la Organización del Tratado del Atlántico Norte
(OTAN), llegando a calificar a esta importante alianza militar estratégica de
"obsoleta" y de ser una reliquia de la Guerra Fría; retiró a nuestra
nación del Acuerdo de París, un compromiso de casi 200 países contra la crisis
climática; y abandonó el acuerdo firmado por varias potencias internacionales
con Irán para limitar su programa nuclear.
A esto se añade su insólita
decisión de retirar al país de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en
medio de la pandemia de coronavirus.
Con una economía floreciente
e índices de desempleo a su favor, Trump creía tener asegurada la reelección,
pese a que las encuestas no lo favorecían.
La llegada del COVID-19 le
dio una oportunidad de oro de resarcirse, de presentar a su presidencia con un
rostro más humano ante el dolor y la muerte que ha traído la pandemia, de
respaldar a los científicos y apoyar sus recomendaciones.
Pero Trump, fiel a su
naturaleza, politizó el uso de la mascarilla y del distanciamiento social, y
hoy día, el pésimo manejo que le ha dado a la pandemia mantiene a Estados
Unidos como el país con mayor número de contagiados y de fallecidos en el
mundo.
Si bien es cierto que con su
política radical Trump consiguió ampliar su base de electores, también logró
que una coalición de mujeres, minorías y jóvenes acudiera a las urnas
masivamente a poner fin a su gobierno tormentoso y divisivo.
Joe Biden, quien se presentó
a la presidencia como un sanador que busca la unión del país, ganó más votos
que cualquier otro candidato presidencial en la historia de Estados Unidos.
Un verdadero demócrata,
respetuoso de las instituciones democráticas, hubiera aceptado su derrota y
facilitado el traspaso de poder sin contratiempos, por el bien de la seguridad
de la nación.
Pero Trump está lejos de
serlo. Y eso quedó más que demostrado en la conversación que sostuvo con su
colega republicano Brad Raffensperger, el secretario de Estado de Georgia, en
la que Trump lo presiona para que le encuentre “11,780 votos” para revertir su
derrota, en un intento peligroso y sin precedentes de alterar la voluntad del
pueblo estadounidense expresada en las urnas.
No, el asalto al Capitolio,
símbolo de la democracia de nuestra nación, no debería sorprendernos. La
gasolina estaba allí, y Trump solo tuvo que lanzar la cerilla.
Un capítulo sombrío de la
historia de los Estados Unidos termina con Trump.
Joe Biden y Kamala Harris
tienen un camino difícil por recorrer. Pero también tienen la oportunidad de
devolverle a los Estados Unidos su prestigio ante el Mundo como nación de
inmigrantes, solidaria y humana.
La administración
Biden-Harris tiene la oportunidad de revertir la política racista y
antiinmigrante de Trump, priorizando el tema de inmigración tal como lo
prometieron, creando una vía hacia la ciudadanía para los casi 11 millones de
inmigrantes indocumentados que viven actualmente en los Estados Unidos.
Retomar los acuerdos internacionales que redunden en beneficios para el país y el Mundo no dudo que estará en la agenda del gobierno de Biden, como el Acuerdo de París y el fortalecimiento de la OTAN.
Como dice la Biblia: “El
llanto puede durar toda la noche, pero a la mañana vendrá el grito de alegría”.
Yo tengo fe en que así será.
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